Muchos nos hemos acercado durante el último el año a los ríos que cruzan nuestros pueblos y ciudades para verlos fluir de nuevo. Algunos habrán reparado en el color del agua, un reflejo del color del suelo de nuestros campos. ¿Qué nos está diciendo ese color? Estas líneas quieren llamar la atención sobre la importancia que tienen las pérdidas de suelo la sociedad. Artículos como éste no son novedad. Ya en 1908, El Imparcial publicó uno del ingeniero agrónomo Celedonio Rodrigáñez, cuyo título «La tierra que se pierde» era revelador de un problema que sigue siendo relevante en España un siglo después.
Así comienza el artículo Nos seguimos quedando sin suelo, elaborado por los Doctores José Alfonso Gómez, Juan Vicente Giráldez y Elías Fereres, investigadores del Departamento de Agronomía del Instituto de Agricultura Sostenible (IAS). A continuación se expone un extracto de dicho documento (así como los enlaces al texto original), publicado recientemente en el Diario Córdoba, con motivo de las fuertes lluvias acaecidas en la provincia. Este análisis pretende servir de llamada de atención sobre las nefastas consecuencias que tienen para la agricultura y el medio ambiente la pérdida de suelo debida a los intensos aguaceros. Por otro lado, se busca concienciar a la población sobre la necesidad de exigir medidas gubernamentales encaminadas a garantizar un servicio de conservación de suelos a nivel nacional, como requisito fundamental para garantizar la sostenibilidad del terreno y, por ende, de la producción agraria.
[Viene del primer párrafo]
La agricultura, la ganadería y, en general, los ecosistemas terrestres se sustentan sobre una capa muy delgada de suelo. El espesor de esta capa suele oscilar normalmente entre menos de 0.5 y algo más de 1 metro. Este suelo es el resultado de un equilibrio entre los procesos naturales de descomposición de los materiales de la capa externa de la corteza terrestre y las pérdidas causadas por la erosión. La formación del suelo es un proceso extraordinariamente lento, de 3 a 4 milímetros por siglo, y se pierde por erosión de manera natural, cuando no hay intervención humana, a una velocidad normalmente algo mayor.
La erosión hídrica se produce cuando las lluvias y la escorrentía que éstas generan, arrancan y transportan el suelo ladera abajo hasta los arroyos y ríos y a través de estos hasta el mar. Aunque parte queda depositado en cauces y embalses durante ese trayecto. Cuanto más intensas sean las lluvias, algo frecuente en España, mayor sea la pendiente del terreno, y menor su protección por vegetación, más intensa y grave será la erosión. La actividad humana tiende a reducir la cobertura vegetal y a reducir la resistencia natural del suelo a la erosión, resultando en tasas de erosión, antropogénicas, mucho más elevadas que la natural.
Cuando se practica la agricultura sin medidas para proteger el suelo, las tasas de erosión antropogénica suelen ser, al menos, diez veces mayores que la erosión natural. La consecuencia de ese desfase entre formación y pérdida de suelo es que paulatina e inexorablemente nos vamos quedando sin suelo. Sin él y sin todas las funciones que éste desempeña, entre otras albergar agua y nutrientes para la vegetación, contribuir efectivamente al ciclo del agua, amortiguar los cambios térmicos de la atmósfera, filtrar y regenerar parte de los residuos que sobre él se vierten, y proporcionar soporte mecánico para la planta.
[Continúa]
Ver PDF en versión impresa
Acceder al artículo on line