Gran parte de los problemas nutricionales que suelen aparecer con mayor frecuencia en las sociedades desarrolladas se debe a una incorrecta alimentación, en la que existe un desequilibrio entre un exceso de productos animales frene a un déficit de origen vegetal, lo que se traduce en una elevada ingesta calórica con altas dosis de grasas saturadas y colesterol frente a una limitadas aportaciones de fibra, antioxidantes y ácidos grasos poliinsaturados.
Estas prácticas alimentarias ejercen una influencia explícita en el desarrollo de determinadas patologías, siendo las más preocupantes de todas, las de carácter cardiovascular. Según ha señalado recientemente Fernando López Segura, médico internista de la Unidad de Lípidos y Arteriosclerosis del Hospital Reina Sofía, estas patologías poseen un alto grado de susceptibilidad genética, sin embargo, son los factores derivados del estilo de vida (sedentarismo, estrés, malos hábitos alimentarios, etc) los que resultan realmente determinantes. En este sentido, el llamado Síndrome metabólico es un conjunto de alteraciones metabólicas que frecuentemente van a asociadas a un conjunto de factores de riesgo. Es la madre de todos los factores de riesgo y su incidencia va en aumento con la edad. En España la padecen más del 19% de la población, alcanzando cotas del 23% en Europa y del 34,5% en Estados Unidos.
Al igual que el síndrome de Raven, el Síndrome metabólico se caracteriza por una serie de factores de riesgo como obesidad central, hipertensión arterial, resistencia a la insulina, diabetes, disminución del colesterol bueno (HDL) y arteriosclerosis. Ambas alteraciones incrementan notablemente el riesgo cardiovascular[1], así como la aparición de la diabetes mellitus tipo II. Sobre esta última, este experto avisa: se trata del problema más importante para la salud del país porque aunque sólo la padece el 10% de la población, el tratamiento de enfermedades vinculadas a la diabetes acapara casi la mitad de los recursos sanitarios.
Asimismo, la arteriosclerosis es principal causa de mortalidad en España, siendo uno de sus factores de riesgo más temidos las elevadas tasas de colesterol en sangre. Se podría decir que es una muerte silenciosa porque no duele ni muestra sus síntomas: el tejido adiposo se va depositando en la pared vascular obstaculizando el flujo sanguíneo, hasta terminar por desencadenar un infarto, una trombosis o una embolia. Se trata de una enfermedad joven, para la cual no estamos preparados genéticamente pues hace 80 años no existían factores de riesgo como la obesidad, el tabaquismo, la diabetes o el colesterol.
No todas las grasas son malas: tipos de colesterol
Pese a los riesgos asociados a su consumo, la ingesta de grasa es necesaria para el organismo. Además de servir para el almacenamiento de energía y el aislamiento térmico, el tejido adiposo cumple un papel importante en el funcionamiento del sistema endocrino. Los adipocitos generan una sustancia que favorece la modulación de la tensión arterial, el metabolismo hidrocarbonado, la coagulación sanguínea o la reproducción, entre otros. También poseen, en el caso de grasas insaturadas, componentes antioxidantes.
Teniendo en cuenta que el alcance y las funciones que juega el colesterol en el organismo, habrá que diferenciar entre sus componentes predominantes y hablar así de diferentes tipos de colesterol:
- El LDL, compuesto por lipoproteínas de baja densidad. Es el llamado colesterol malo.
- El HDL, compuesto por lipoproteínas de alta densidad. Es el colesterol bueno.
- El VLDL, compuesto por lipoproteínas de muy baja densidad. (Transporta los triglicéridos)
Asimismo, en función del tipo de ácidos grasos que formen las grasas y su grado de insaturación (número de enlaces dobles o triples), podemos diferenciar entre grasas saturadas y grasas insaturadas (que, a su vez, se dividen en entre monoinsaturadas y poliinsaturadas). Mientras que las grasas saturadas (carnes grasosas, manteca de cacao, queso) consiguen aumentar los niveles de LDL y HDL, las poliinsaturadas (pescado azul, legumbres, aceites: girasol, maíz, soja) obtienen lo contrario, disminuyendo los ratios de LDL y HDL, aunque en diferentes proporciones. En cambio, se ha demostrado que las grasas monoinsaturadas, (aceite de oliva, aguacate, frutos secos) son capaces de reducir el colesterol malo, aumentando los niveles de colesterol bueno a través de un mecanismo químico que revierte el proceso de acumulación del LDL al actuar en sus bioreceptores.
resulta preventivo en el proceso de envejecimiento celular, las respuestas inflamatorias o las modificaciones irreversibles de proteínas (como las que causan el trastorno ocular conocido como cataratas).
Diversos estudios avalan las propiedades beneficiosas del aceite de oliva virgen extra. Está absolutamente demostrado sus importantes efectos en el incremento del HDL, la reducción de la oxidabilidad del LDL y la mejora del metabolismo de la glucosa, disminuyendo los requerimientos de insulina en enfermos de diabetes. Asimismo, hay estudios que avalan su papel en la regulación de la presión arterial (posee un efecto hipotensor) y la coagulación sanguínea (es capaz de estimular la disolución natural del trombo). Según López, aún quedarían en cartera otras investigaciones relacionadas con los posibles efectos en la reducción de tumores de mama (algo que se está experimentando en ratones) y la protección frente al Alzheimerâ.
En cualquier caso, este médico recuerda que el valor calórico del aceite de oliva es similar al de cualquier otra grasa animal (9 calorías por gramo), por lo que incita a un consumo moderado: lo recomendable es tomar al día el equivalente a una tostada y el aliño de una ensalada.
[1] Concretamente, se ha estudiado que una persona que padece el Síndrome metabólico, tienen 10 veces más la posibilidad de morir de accidente cardiovascular que aquellos que no lo padecen (Lakka HM et Al. JAMA. Kuopio Heart Study)